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    Como ya hemos señalado, la Iglesia católica reitera que la verdad se impone solo por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y firmeza en las almas, y que la conversión a la fe, o la vocación a una determinada institución de la Iglesia, debe proceder de un don de Dios que solo puede ser correspondido con una decisión personal y libre, que ha de tomarse siempre con entera libertad, sin coacción ni presión de ningún tipo.

    En este sentido la tradición cristiana habla desde muy antiguo de propagar la fe y de hacer proselitismo, para referirse al celo apostólico por anunciar su mensaje e incorporar nuevos fieles a la Iglesia o a alguna de sus instituciones.

    Sin embargo, en los últimos decenios ha comenzado a difundirse otra acepción de ambos términos, que suele asociarse a actuaciones en las que, para atraer hacia el propio grupo, se usa de violencia o de coerción, o de algún modo se pretende forzar la conciencia o manipular la libertad de los demás. Esos modos de actuar, como es obvio, resultan ajenos por completo al espíritu cristiano y son totalmente reprobables.

    Pero el deseo de propagar la propia fe, o de hacer proselitismo, en su sentido clásico y despojados de todas esas connotaciones negativas que hemos señalado, son cosas muy legítimas. Si negáramos a las personas su libertad de ayudar a otras a encaminarse hacia lo que se considera la verdad, caeríamos en una peligrosa forma de intolerancia.

Es preciso respetar
–dentro de sus límites propios–
la libertad de expresar las ideas personales,
y la libertad de desear convencer
con ellas a otras personas.

    Al fin y al cabo, es algo que está –entre otras cosas– en la esencia de lo que es la educación, la publicidad o el marketing, y es un derecho básico cada vez más reconocido, tanto desde instancias jurídicas como sociológicas.

    Por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó hace unos años al Estado griego por conculcar este derecho, y recalcó que la libertad de enseñar la propia religión no implica solamente manifestarla colectivamente, en público y en el círculo de los que comparten la propia fe, sino que comporta en principio el derecho de intentar convencer a otros, pues sin esa posibilidad, la libertad de cambiar de religión o de convicciones correría el peligro de quedar en letra muerta.

    La libertad religiosa pertenece a la esencia de la sociedad democrática y es uno de los puntos fundamentales para verificar el progreso auténtico del hombre en todo régimen, sociedad o sistema. Cualquier atentado –directo o consentido– del poder contra la libertad religiosa es siempre síntoma de un totalitarismo, más o menos velado, en la vida intelectual.

Conculcar el derecho a expresar o propagar
las propias ideas o creencias religiosas
sería entrar de nuevo
en un peligroso sistema represivo,
propio de regímenes autoritarios,
en los que se restringe la libertad religiosa
como si fuera algo
subversivo.

    Sería un intrusismo del Estado en un ámbito donde la tolerancia religiosa reclama siempre una libre discusión, un libre debate y una libre aceptación.

    El problema de las sectas

    La tolerancia religiosa constituye un importante avance social en casi todos los países occidentales, donde en los últimos siglos la religión dominante ha solido respetar –salvo algunas excepciones– a quienes profesaban otras creencias minoritarias (algo que, como hemos recordado, no puede decirse que suceda de modo habitual en el resto del mundo).

    Junto a eso, en los últimos años hay en esos países una seria preocupación –que comparto– por la aparición de lo que se ha llamado el fenómeno de las sectas. Se trata de un renacer de sentimientos religiosos bastante complejo, que debe analizarse con calma para no caer en actitudes persecutorias sistemáticas, que serían muy poco congruentes con la necesaria libertad religiosa.

    Es preciso delimitar con claridad el problema. Para los romanos, secta era un bando, una escuela, un grupo de personas que seguían a un líder. Más adelante, se denominaron sectas a las doctrinas religiosas que se separaban de un tronco principal. Hoy, cuando se habla del problema de las sectas, solemos pensar en doctrinas que se propagan recurriendo a la violencia o al engaño, o ejerciendo una influencia ilegítima sobre las personas.

    Como es lógico, hay que perseguir a quienes se apartan de la legalidad. Y si una secta utiliza medios ilegales, o comete cualquier irregularidad que deba castigarse, tendrán que intervenir los tribunales y hacer que se aplique la ley.

    Pero no se les castigará por sus creencias, sino por violar la legalidad penal, civil, laboral, fiscal o administrativa vigente (secuestro de personas, violencia física o psíquica, proxenetismo, prostitución, inducción al suicidio, ejercicio ilícito de la medicina, evasión de impuestos, etc.). Y se castigaría igual a cualquiera que obrara así, fuera una secta, un grupo de amigos, un partido político o un club de cazadores.

    Sin embargo, sería una clara manifestación de intolerancia perseguirlas simplemente porque adoptan o propagan estilos de vida que, siendo lícitos, son contrarios a la mentalidad dominante. Eso es lo que han hecho algunos movimientos antisectas, que califican como sectaria cualquier forma de experiencia religiosa que, desde su particular punto de vista, consideran más intensa de lo que su laicismo esté dispuesto a consentir.

    Más preocupante aún es que algunos de esos movimientos antisectas parecen considerar lícito cualquier medio para conseguir los fines que se proponen. Es cierto que hay aspectos muy discutibles en muchas sectas, y que sus actuaciones son a veces claramente inmorales, y en algunos casos, incluso delictivas. Y efectivamente es preciso hacer una crítica enérgica, y pedir que se castigue con rigor cualquier conducta ilícita. Pero nunca puede ser correcto emplear para ello la violencia o el engaño, como de hecho hacen con frecuencia algunos de esos movimientos antisectas, cayendo en los mismos desafueros que ellos denuncian en las sectas.

    Otro sutil secuestro del pluralismo

    Como señala Sheed, la complejidad del tejido social y la inevitable imprevisibilidad del ser humano hace difícil al Estado una organización impecable y sin sobresaltos. De ahí la tendencia de los dictadores a preferir súbditos dóciles y manejables, a fin de poder dominarlos mejor.

    Probablemente por eso, la educación es un ámbito donde se plantea hoy un serio secuestro del pluralismo. Como ha señalado Rafael Navarro-Valls, llama la atención cómo algunos gobiernos manifiestan con frecuencia un notable empeño por establecer –si no en la teoría, al menos en la práctica– un sistema educativo lo más parecido posible a un monopolio con un servicio único de enseñanza.

    Esa pretensión por parte del poder político supone un serio riesgo de facilitar un sometimiento intelectual en la educación. El carácter arbitrario con que los poderes públicos pueden actuar cuando hay un monopolio estatal de la enseñanza puede llevar con facilidad a una violencia contra las conciencias de los ciudadanos.

Es extremadamente peligroso
convertir la educación
en una especie de tierra de nadie,
apta para ser colonizada
por cualquier ideología en el poder.

    Por otra parte, un monopolio estatal de la enseñanza que, en aras de la neutralidad, margine la dimensión religiosa de la persona, no deja de ser en el fondo como una especie de teocracia agnóstica, una sutil imposición de un agnosticismo global (adornado del politeísmo ético que rodea a su vacía neutralidad en los valores) y de un puritanismo laicista que manda a la hoguera cualquier intento de considerar en el proyecto de enseñanza un sentido antropológico profundo, o un desarrollo ético y moral más allá de una simple definición preliminar.

    Alfonso Aguiló.Con la autorización de:  www.interrogantes.net

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