El amor a Dios y los demás

   Se cuenta del Canciller Otto von Bismarck, artífice de la unificación de Alemania que alcanzó en 1871, una anécdota muy ilustrativa y significativa acerca del amor humano. Resulta que sus numerosos viajes con motivo de los cargos políticos que tuvo durante su vida, le alejaban con demasiada frecuencia del cariño de su esposa e hijos.       Se había casado en 1.847 a los 32 años, cuando aún no había comenzado su fulgurante e importante carrera política, con Joanna von Puttkamer, y era un simple abogado ávido de triunfo, influencia y poder. En un momento determinado de su vida, su esposa, que había contemplado como ama de casa dedicada a sus hijos y a las tareas del hogar, la brillante carrera de su marido, que le llevó a ser embajador en Rusia y Francia y primer ministro del II Reich alemán (Gran Canciller) sintiendo un bajón de autoestima (una incipiente depresión diríamos hoy) que le llevó a pensar que no estaba a la altura de la personalidad de su esposo, aprovechó una de sus largas ausencias por motivos políticos y decidió escribirle una carta en la que, a la vez que le reiteraba su cariño, le hacía partícipe de su temor a perder su amor, dada la diferencia de importancia de su persona, comparada con la que él había adquirido en toda Europa.    

   La contestación de él no se hizo esperar y le escribió a su vez una carta en la que venía a decirle, entre otras manifestaciones de amor y de modestia para que su esposa olvidara esa injusta sensación de inferioridad, que la mayor parte de sus triunfos políticos, se los debía a ella, a su comprensión, amor y dedicación y sobre todo, le decía: “No olvides nunca que me casé contigo, no sólo porque te amaba, sino también para amarte durante toda mi vida”.    

   Nacidos para vivir juntos el uno para el otro, y destinados a complementarse, el hombre y la mujer sienten una poderosa atracción a lo largo y ancho de su vida, por la que, si no responden a esa profunda inclinación, suelen sufrir una importante decepción, que puede llegar a producir un vacío existencial y ser causa de graves anomalías o perturbaciones psíquicas, para quien lo padece.    

   En la historia de la Literatura, los más insignes literatos han manifestado innumerables ejemplos que se han convertido en paradigmas del amor humano, como los famosos Romeo y Julieta, Abelardo y Eloisa, Tristán e Isolda, Don Quijote y Dulcinea, los amantes de Teruel: Diego Marcilla e Isabel de Segura, Arturo y Ginebra, Calixto y Melibea, Príamo y Tisbe, Arlequín y Colombina, Ulises y Penélope, Don Juan Tenorio y Doña Inés de Ulloa y tantos otros.    

   Todos los seres humanos lo experimentamos como una fuerza interior obligatoria que nos cambia y gobierna nuestra vida, más o menos determinantemente en los diversos momentos de su transcurso. Es preciso encauzar esa inclinación, concretar esa atracción en una persona del sexo opuesto, a la que amar y dispensar nuestros mejores deseos de felicidad que ciframos como máxima, si logramos obtener la correspondencia de esa persona que hemos elegido entre otras, como objeto predilecto de nuestro amor. La vida entonces, cobra un sentido más ilusionado, más alegre y activo, todos los detalles corrientes de nuestra existencia, adquieren un color insospechado, que la hacen merecedora de un agradecimiento especial y plena de esperanza gratificante.    

   Hasta aquí lo que nos sucede a todos los seres humanos jóvenes o adultos, cuando irrumpe en nosotros el amor humano, extrayendo de nuestro ser los mejor de nosotros mismos para intentar dárselo al otro, a la persona elegida voluntariamente para compartir la vida, con la aprobación de nuestro corazón y de nuestra inteligencia. ¿Qué sucede entonces para que haya tantos fracasos amorosos entre los hombres y mujeres, tantas separaciones definitivas, tantas rupturas matrimoniales? Pregunta difícil y compleja de contestar donde las haya, por la multiplicidad de circunstancias y factores humanos que se dan en las relaciones amorosas.    

   Recuerdo una película norteamericana, cuyo título he olvidado, en la que una mujer visita a otra que se ha quedado viuda recientemente y viendo una fotografía de su marido difunto, observa que era negro, cuando su amiga es blanca, y no puede reprimir la pregunta obligada: ¿Cómo te enamoraste de él? Esta le contesta: fue el hombre más bueno, inteligente y cariñoso conmigo que he conocido en mi vida. Me parece que es una de las más bellas explicaciones del amor humano que he escuchado. Como si dijera: he conocido a otros hombres más buenos e inteligentes, pero no eran cariñosos conmigo; he conocido a otros hombres más inteligentes y cariñosos conmigo, pero no eran buenos; he conocido a otros hombres más buenos y cariñosos conmigo, pero no eran inteligentes.    

   La dificultad de mantener permanentemente a lo largo del tiempo el amor humano entre dos personas, consiste esencialmente en esforzarse por superar suficientemente el egoísmo innato que todos llevamos dentro, procurando siempre, además de buscar nuestra legítima felicidad, buscar también la del otro, complaciendo sus deseos y sus ilusiones, comprendiendo sus defectos y debilidades y ayudándole a superarlos. Si no nos proponemos y esforzamos por superar el propio egoísmo, antes o después, la ruptura de la relación amorosa suele ser inevitable.    

   El amor humano es la más poderosa fuerza de atracción y unión que pueden llegar a sentir dos personas de distinto sexo, por la cual, son impulsadas a compartir la vida, con sus alegrías y satisfacciones, penas y dolores, y a consumar su unión afectiva, intelectual, espiritual y carnal, teniendo descendencia, que es como una garantía, confirmación o reflejo, de la mutua atracción amorosa que sienten entre ellas.    

    Los fracasos amorosos, las rupturas matrimoniales se dan con demasiada frecuencia, porque las personas tendemos a reflexionar insuficientemente acerca de nosotros mismos y de los demás, frivolizamos o banalizamos la relaciones amorosas o dejamos que el corazón se adelante, sin esforzarnos por valorar y ponderar todas las circunstancias que influyen en la inclinación de nuestro corazón y la deseada relación. Preferimos cerrar los ojos de la inteligencia, “no pensar” demasiado, con objeto de no perder lo que creemos que es el tren de la oportunidad, bajo el que se suele esconder nuestro egoísmo o nuestra impaciencia.    

   “El amor verdadero es, sobre todo, una relación espiritual con el espíritu del otro, como aparición de un tú con su ser diferente, que trasciende la vida de ambos proporcionándoles un nuevo modo de vivir el uno pendiente del otro” (Víctor Frankl). Por eso el amor “no se hace” sino que se siente y se da al otro con ilusión, con esperanza y con alegría, hasta llegar a ser más fuerte que la propia muerte o la del ser amado. Y, una vez suficientemente ponderado y reflexionado en la soledad, se garantiza y afianza con la decisión inquebrantable de mantenerlo activo hasta el final de la vida.    

   Roberto Grao. De: www.mujernueva.org 

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