
La voz divina se oye en nuestro interior, donde actúa de incógnito. Es la luz de Dios que se oye e ilumina la conciencia, para que se actué de la mejor forma posible.
Hay que tomarse en serio “la voz de la conciencia” que, empuja a cumplir la promesa, libremente formulada a otro, u otra, o la palabra dada con intención de obligarse a cumplirla. La conciencia no es una idea, ni un impulso meramente emocional, es un don, propio de la persona humana.
Cada uno termina construyendo su propia vida, su propia identidad, pero si no quiere ser pernicioso para él mismo, y los demás, debe respetar: la naturaleza, las necesidades del prójimo, sus deberes ciudadanos y la llamada de Dios.
Si crece sin normas corre el peligro de convertirse en un salvaje, lo más parecido a un animal.
Lo propio de la persona humana es comprometerse, hasta el punto de que persona y compromiso son sinónimos de condición moral. El compromiso cumplido, o en vías de cumplirse, debe hacer al ser humano consciente de lo que realmente es: de su dignidad de persona.
La fidelidad al compromiso tiene un carácter trascendente, es decir, vinculado al más allá. La conducta ética y espiritual, refleja la conciencia moral de la persona, y lleva aparejada la fidelidad al compromiso contraído.
Vivimos unos tiempos en que solo parece privar la eficacia, el triunfo, y la consecución de bienes exclusivamente terrenales, que son bienes en sí mismos, aconsejables y buenos si son bien empleados, es decir, si no limitan la libertad, ni el conjunto de los derechos de los demás. Pero vivir solo para conseguirlos es quedarse a mitad del camino aconsejable a su dignidad de persona, y su disfrute siempre será relativo, porque la felicidad solo es propia de su condición espiritual. Lo terreno es fugaz, pasajero, y termina aquí, mientras que la paz, la alegría y la felicidad de las almas espirituales es la consecuencia de los deberes cumplidos en recta conciencia, y son trascendentes, además de temporales.
Cada uno debe ser consciente de cómo vivir y sus consecuencias. El solo hecho de no reconocer su condición de criatura, es ya un signo de ignorancia, culpable o no, pero que marca para bien o para mal, la vida entera.
Antonio de Pedro Marquina
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